EL título de este libro de Tom Wolfe, El reino del lenguaje, se debe al que fue célebre sanscritista y lingüista alemán –que ejerció en la Universidad de Oxford‒, Max Müller (1823-1900). En sus Lectures on the Science of Language de 1861, pronunciadas en esa universidad, afirmó que el estudio del lenguaje ofrece la misma amplitud que cualquier otro campo de la ciencia, a pesar de que «se ha perdido mucho de lo que podríamos llamar el reino del lenguaje», a saber, gran parte de las lenguas pasadas y también de las presentes, que nos son desconocidas (Lectures, p. 35). Podemos añadir que la descripción de muchas de las siete mil actuales (punto arriba, punto abajo) es más bien somera.
Tom Wolfe, el novelista y periodista estadounidense recientemente fallecido, es autor de una obra singular y extensa que abarca infinidad de temas, desde la vida norteamericana posterior a la Segunda Guerra Mundial a la arquitectura y la política. Como escritor, ha experimentado con un estilo novedoso para representar los rasgos de los personajes que retrata en sus novelas. Así, ha empleado la onomatopeya, las interjecciones y los signos ortográficos de manera inhabitual. En este libro se vale también de diversos procedimientos: puntos suspensivos dejando un amplio blanco entre líneas, así como palabras imitativas, dentro de un mar de expresiones coloquiales. No es de extrañar que Wolfe se haya fijado en el reino del lenguaje para abordarlo a su manera.
Para alcanzar su objetivo, que es el de determinar qué es el lenguaje, Wolfe, en este sorprendente y atractivo ensayo, se fija en dos inteligencias maestras: Charles Darwin (1809-1882) y Noam Chomsky (1928). En efecto, Darwin publica en 1859 Sobre el origen de las especies mediante la selección natural, donde «natural» significa «hecha por la Naturaleza frente a la selección artificial hecha por el Hombre». Mediante la selección natural explicaba Darwin la formación de órganos biológicos e incluso los comportamientos de los animales. Pronto se convertiría, como dice Wolfe, en una Teoría de Todo. Pronto, Max Müller, sin mencionar a Darwin, en sus Lectures arriba mencionadas (pp. 354 y ss), lanzaría un torpedo a la teoría de la selección natural: el lenguaje, dice Müller, es la gran barrera entre el animal y el hombre, y es el Rubicón que ningún animal se ha atrevido a cruzar. Además, remacha el sanscritista, ningún proceso de selección natural producirá jamás palabras a partir de las notas de los pájaros o de los gritos de las bestias.
Una vez hecho este introito, Wolfe dedica los tres primeros capítulos a historiar novelescamente la génesis de la selección natural en Darwin y en Alfred Russel Wallace (1823-1913), el otro naturalista británico que, junto con Darwin, llegó a la misma idea. La historia de la convergencia entre Wallace y Darwin es bien conocida, aunque no es significativa para el objetivo de Wolfe, que es el de derribar, como hizo Müller, la posibilidad de que el lenguaje humano pueda tener un origen natural. Y, además, insiste Wolfe a lo largo del libro, el origen del lenguaje no puede estar en la selección natural.
Cuenta Wolfe cómo el texto de Wallace de 1870, Contributions to the Theory of Natural Selection, aporta fenómenos que la selección natural no podría explicar, como es el pensamiento abstracto y generalizador, las matemáticas o los conceptos abstractos presentes en las lenguas (Wallace, pp. 333 y ss). En general, dice Wallace, el cerebro humano tiene una capacidad que excede con mucho su empleo en el pasado y en el presente, algo que no se deduce de la selección natural.
Darwin, consciente de que la inteligencia humana y el lenguaje suponían una dificultad para su teoría, escribió en 1871 El origen del hombre, donde trató de resolver los problemas surgidos y de responder, tanto a Müller como a Wallace, mediante un nuevo tipo de selección: la selección sexual (Darwin, 1871: «ventaja de algunos individuos sobre otros del mismo sexo y especie en relación con la reproducción»). En cuanto al lenguaje articulado humano, Darwin desarrolló la teoría de su origen en el canto vinculado a la expresión de emociones para «seducir» a la pareja en el cortejo sexual. Una idea de Wilhelm von Humboldt (1836), quitando el cortejo sexual. Después, sigue Darwin, vendrían los sonidos articulados (sonidos segmentables en unidades discretas o completas y recombinables de forma infinita, como las letras) para la expresión de las emociones. El pensamiento, dice Darwin, se apoyaría en las palabras como elementos vehiculares, pero el pensamiento sería independiente de las palabras.
A Wolfe (y a otros especialistas), esta idea le parece insostenible, un cuento como los del Rudyard Kipling de las Just So Stories, o Historias precisamente así: una hipótesis ad hoc incontrastable. Sin piedad, Wolfe ataca la teoría de la evolución como «pastosa, inflada, esponjosa» y, por tanto, inservible para el lenguaje. En suma, buscar el origen evolutivo del lenguaje sería una empresa vana que no lleva a nada. Idea, por cierto, que comparten Chomsky y los chomskianos.
La segunda mente maestra es Noam Chomsky, que ocupa los tres últimos capítulos del libro. Chomsky es un personaje en sí mismo. Su larga vida como científico, publicando incansablemente desde 1950, así como su anarquismo radical y su activismo político hacen de él una leyenda en vida. Por eso, titula Wolfe el cuarto capítulo «Noam carisma». Wolfe expone en la misma forma narrativa de los tres primeros capítulos las distintas tesis chomskianas sobre el lenguaje. La tesis de que el lenguaje es un órgano intelectivo con base biológica presente en el cerebro de cada hablante y genéticamente determinada fue propuesta por Chomsky hace más de medio siglo y sigue manteniéndola todavía hoy. Los argumentos que dio son aparentemente imbatibles. Un primer argumento es que el niño no aprende su lenguaje, sino que lo adquiere sin aprendizaje ni esfuerzo porque dispone de ese órgano (o «Gramática Universal») que le permite construir expresiones sin error. Esa Gramática Universal es como una máquina que computa (combina) óptimamente expresiones a partir de palabras, cada una de las cuales es una correspondencia de sonidos articulados con significado. La computación de las expresiones es lo propio del lenguaje. Otro argumento es que el estímulo verbal que recibe el niño es insuficiente, es decir, las expresiones verbales no contienen indicios suficientes para que pueda llegar a constituirse su gramática.
En este momento interviene en el libro de Wolf un lingüista estadounidense llamado Daniel Everett (1951), que ha vivido durante años en el Estado brasileño de Amazonas con los pirahã, un pueblo de cazadores-recolectores. Everett aprendió y estudió su lengua y observó que una oración, como la de arriba, con sucesivas incrustaciones, no podría construirse porque no existe el mecanismo de la incrustación. En consecuencia, tampoco existen reglas recursivas, que se suponen constitutivas de la gramática universal biológicamente fijada. Desde que en 2005 Everett afirmó la inexistencia de recursión en la lengua pirahã, sonaron las alarmas en los cuarteles chomskianos. La Gramática Universal adolecía de una excepción intolerable. Se produjo así una controversia amarga entre Everett y los chomskianos, en la que tanto Chomsky como sus seguidores no dejaron de menospreciar a Everett acusándolo de «charlatán, mentiroso, impostor» (Wolfe, p. 143). Un documental en YouTube, The Grammar of Happiness, relata la historia admirablemente. El final, de momento, ha dado la razón a Everett, para quien la lengua pirahã no tiene la complejidad sintáctica de otras lenguas, como el inglés, por ejemplo. Esto supondría la muerte de la Gramática Universal.
La conclusión de este pleito entre especialistas le lleva a Wolfe a adoptar la tesis más inquietante para los chomskianos, a saber: el lenguaje es un artefacto cultural, es decir, proviene de la experiencia humana sin una base biológica necesaria. El lenguaje constituye el Cuarto Reino.
La tesis de El reino del lenguaje no resuelve el problema de su génesis. Si, como mantienen bastantes especialistas, el lenguaje tuvo en su prehistoria eficiencia biológica en el sentido darwinista, sea éxito reproductivo, sea éxito en la supervivencia, como sucede ahora con el canto de las aves, el lenguaje moderno actual permite la mentira, la desinformación y los mitos, que son invenciones humanas, como destacó Karl Popper. Son prácticas, o empleos, del lenguaje sin relación con la eficiencia biológica.
En suma, Wolfe concluye respondiendo a la pregunta ¿Qué es el lenguaje? con la afirmación de que pertenece a un Cuarto Reino, el Reino del Lenguaje, un objeto cultural creado por el hombre. Es el Regnum loquax habitado por el Homo loquax. En este Reino estamos tan solos como lo estamos (de momento) en el Universo.
Fuente: Revista de Libros