EN el verano de 1905, Henri Matisse (1869–1954) y André Derain (1880–1954) sorprendieron al mundo presentando obras con un colorido explosivo y vívidas pinceladas. Por primera vez se veían colores aplicados a la tela tal como salían del tubo de pintura, sin gradación ni mezcla. Ambos artistas habían trabajado juntos en estas pinturas en el pequeño puerto pesquero de Collioure a las orillas del Mediterráneo.
Cuando exhibieron sus obras en el Salon d’Automne en París, estas inspiraron una ingeniosa aunque negativa crítica por parte de Louis Vauxcelles, quien les llamó fauves o “bestias salvajes” en su reseña para la revista Gil Blas, apelativo que después sería aplicado a los artistas como tal. (Al parecer, Vauxcelles tenía un don para eso de las terminologías, ya que fue también el primero en acuñar otro término que sería muy sonado en el mundo del arte: “cubismo”, aunque eso es otra historia.)
Matisse, la alegría de vivir
En estas pinturas, Matisse y Derain utilizaban una respuesta espontánea, generalmente subjetiva hacia la naturaleza, la cual expresaron en pinceladas firmes, llamativas y sin disfraz, con colores vibrantes, tal como venían «de fábrica».
Dicha espontaneidad desafiaba también lo que había sido Henri Matisse en el pasado, ya que -en total contraste con las obras por las que se hizo famoso- hasta el momento en que su madre le proporcionó materiales para pintar mientras se recuperaba de una enfermedad, era todo un estudiante de leyes de su tiempo: un hombre serio, inteligente y… sí, un burgués sin más.
Pero afortunadamente para él, para nosotros y para la historia del arte, fue, en sus propias palabras, ”mordido por el demonio de la pintura”.
Así que -mordido y alegre- llegó al fauvismo después de experimentar con estilos post-impresionistas, basado en Van Gogh, Cézanne y Gauguin, así como en los neo-impresionistas Seurat, Signac y Cross.
Con la influencia de todos estos pintores y habiéndose formado con otros como Bouguereau y Moreau, Matisse se sintió inspirado a rechazar el espacio tridimensional tradicional y buscar un nuevo espacio pictórico que estuviese definido por el movimiento de planos de color, las cuales son las características principales del fauvismo.
Quizás en este punto sea bueno mencionar que estos paisajes, retratos y representaciones intensamente coloridas pueden no resultar propiamente “salvajes” al ojo moderno, que podría encontrar en ellas, más bien, una expresión de celebración y de alegría por los tonos antinaturalistas y de gran vitalidad, pero recordemos que hablamos de 1905 y que eran épocas muy distintas.
El fauvismo se salía de contexto con su uso del color, aunque debido a la innegable carga emocional, al movimiento se le llegó a comparar con el expresionismo alemán.
Esta aseveración procede de la similitud entre el uso de colores brillantes y pinceladas espontáneas, y se menciona en concreto al expresionismo alemán puesto que, por aquellos días, los pintores franceses estaban más ensimismados con los aspectos formales de la organización pictórica, mientras que los expresionistas alemanes estaban involucrados de manera más emocional con sus temáticas.
Esta pintura de Matisse “Lujo, Calma y Deseo”, fue la más famosa de las que se presentaron en el Salon d’Automne. Fue terminada en 1904 y se dice que se le consideró un trabajo apabullante y visionario. Presentaba la estructura de un paisaje tradicional, idealizado, pero su estética… ¡Su estética! Eran pinceladas separadas, con lo blanco del lienzo mostrándose entre estas y con un detalle y color expresivo antinaturalista.
Era, por tanto, una obra contemporánea y sin restricción: una total celebración del aquí y el ahora, a la que sólo le faltaba un nombre retomado de un poema de Charles Baudelaire y voilá.
Parecía que ya desde el periodo gestante de esta obra, si había algo de lo que Matisse estaba seguro, era sobre que camino no seguir. Y vaya que pasó de largo y sin frenar.
Fuente: Ttamayo