HACE unos meses, The Daily Orange –diario local de Syracuse (Nueva York)– informaba sobre una polémica sucedida en el campus que la Universidad de Syracuse tiene en Madrid. Un grupo de estudiantes estadounidenses denunciaron a su profesora ante la dirección por haber permitido que la palabra nigger (término despectivo para referirse a las personas de raza negra) se escuchara en clase. La palabra no se había empleado como insulto, sino que aparecía en un texto de Paul Theroux que se leyó en voz alta. Aquella sesión terminó con la indignación entre lágrimas de una alumna afroamericana y la consiguiente movilización estudiantil. La dirección del centro reaccionó convocando una reunión extraordinaria y emitiendo un comunicado en el que reiteraba su compromiso con la inclusividad y contra la discriminación.
Esta anécdota sintetiza cómo funciona la nueva corrección política en su hábitat predilecto, la universidad: una estudiante, normalmente privilegiada en términos socioeconómicos, pero perteneciente a un colectivo históricamente discriminado, denuncia una supuesta agresión contra su identidad y adopta el correspondiente rol de víctima. En consecuencia, la administración educativa le da amparo y llama al orden al «agresor». Esta es la cara amarga de un fenómeno que ha dividido a la izquierda en Estados Unidos y que se abre paso en una discusión pública cada vez más globalizada. Por esta razón, La verdad de la tribu –primer libro del periodista Ricardo Dudda– debe ser muy bienvenido, ya que funciona como una guía clara y exhaustiva de la guerra cultural más estridente de nuestro tiempo.
Dudda recoge unas palabras del psicólogo Johnathan Haidt que resultan muy clarificadoras: «Se está creando una cultura en que cualquiera debe pensar dos veces antes de pronunciarse, por temor de ser acusados de ser insensibles, estar agrediendo, o cosas peores». El punto de tensión es que la existencia de la ofensa no depende de criterios mínimamente objetivos, como podrían ser la intención del emisor o el consenso social, sino de la sensibilidad del receptor: la ofensa existe cuando alguien se siente ofendido. El origen del problema está en lo que Haidt denomina «razonamiento emocional», que consiste en identificar lo sentido con lo real. Las instituciones educativas se han plegado a esta arbitrariedad y se han mostrado dispuestas a silenciar aquellas ideas, opiniones, lecturas o palabras que pudieran poner en riesgo la estabilidad emocional de sus estudiantes. Es decir: han renunciado a dotar a sus estudiantes de un sentido crítico y, por tanto, a ayudarles a madurar intelectual y emocionalmente, en aras de garantizar su bienestar.
Este nuevo régimen emocional es, ciertamente, desconcertante: ¿cómo definirlo? ¿Es la corrección política una iniciativa necesaria en una sociedad civilizada, que adeuda respeto y visibilidad a minorías históricamente oprimidas? O, por el contrario, ¿se trata de un régimen de control que impone una ortodoxia mediante métodos inquisitoriales? ¿De dónde procede? ¿Es acaso la evolución lógica de las democracias liberales, o una anomalía impuesta desde laboratorios de ideas alejados de la sociedad civil? En definitiva: ¿tienen razón sus detractores o sus defensores? En opinión de Dudda, todos tienen su parte: el objetivo es loable, pero se cometen excesos que la izquierda tradicional denuncia y la derecha populista aprovecha, ambas con especial virulencia tras la victoria de Donald Trump en 2016.
Aquel trauma provocó que importantes intelectuales de izquierda culparan a la corrección política del creciente distanciamiento entre el Partido Demócrata –más centrado en batallas identitarias que en la lucha de clases– y la clase trabajadora. Durante el luto poselectoral, el intelectual Mark Lilla escribió en The New York Times una pieza denunciando este giro identitario de la izquierda, y poco después desarrolló sus tesis en un libro fundamental: El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad. La obra de Lilla se convirtió, al tiempo, en blanco de la crítica de los defensores de las «políticas de la identidad» y en la guía ineludible de aquellos progresistas que entienden que el identitarismo ha erosionado las bases doctrinales de la izquierda. Junto a la corrección política y las políticas de la identidad, completa la tríada la llamada «cultura de la victimización». En la nueva esfera pública, uno se define en función de qué postura adopte frente a esta santísima trinidad.
Dudda define la corrección política como «el intento de corregir desigualdades e injusticias a través de los símbolos, la cultura y un lenguaje más respetuoso e inclusivo. […] En teoría aspira a la protección simbólica de minorías históricamente oprimidas, y es un signo de progreso que hay que celebrar» (p. 15). El eje regulador de la corrección política son las políticas de la identidad, que Cressida Hayes define como «las actividades políticas y teorizaciones basadas en las experiencias de injusticia compartidas por miembros de determinados grupos sociales» (p. 142). La premisa que subyace a la definición de Hayes es que la opresión no es sólo efecto de la desigualdad económica; la opresión también es cultural. Las políticas de la identidad pivotan sobre una frase que Carol Hanisch popularizó en 1970: «Lo personal es político». El problema, nos recuerda Dudda de la mano de Lilla, es que hemos estirado la premisa hasta considerar que «lo político es sólo lo personal». Por esta razón, «la política se ha vuelto autoindulgente y narcisista. Se ha convertido en un lugar en el que proyectar nuestras neurosis individuales, un escaparate identitario. Decir que todo es político se ha convertido en una manera de patrullar la vida privada» (p. 48). Esta crítica es ajustada, puesto que la corrección política se centra más en modificar conductas individuales que en repensar las estructuras sociales.
Fuente: Revista de Libros