SE sabe: Lisboa es la ciudad de la saudade. No es posible caminar por sus calles, plazas y parques sin experimentar nostalgia, melancolía y cierto fatalismo. Antonio Muñoz Molina ya había ambientado una de sus primeras novelas en Lisboa y ahora vuelve a ella para narrarnos la peripecia de Bruno, un hombre en el umbral de la vejez que espera a su pareja en la soledad de un apartamento, sin otra compañía que su perrita Luria. Muñoz Molina elige la primera persona para impulsar el relato, logrando una intensidad que insinúa un fuerte componente autobiográfico. «Me he instalado en esta ciudad para esperar en ella el fin del mundo», afirma Bruno, sin ocultar su pesimismo existencial y su escasa fe en los logros del ser humano. Bruno ha vivido unos años en Nueva York y se ha mudado a Lisboa, buscando un ambiente más íntimo y silencioso. Testigo de los ataques terroristas del 11-S, no se hace ilusiones sobre el curso de la historia: «Probablemente el fin del mundo ha empezado ya, pero aún parece estar lejos de aquí». Se ha adelantado a su pareja, Cecilia, para acondicionar el apartamento. No quiere que añore su vivienda neoyorquina. Ha encontrado un barrio situado cerca del río Tajo y con un puente parecido al George Washington Bridge. Se muestra especialmente cuidadoso con la decoración, intentando reproducir con el máximo detalle el aspecto de su vivienda neoyorquina. El amor necesita una rutina. Las novedades conspiran contra la estabilidad emocional.
Cecilia es una brillante investigadora en el campo de la neurobiología. Experimenta con ratas para comprender el funcionamiento del cerebro humano. No es una mujer débil, ni insegura. Ama su trabajo y no le crea problemas de conciencia. Cuando Bruno visita su laboratorio, se estremece al observar cómo mata a las ratas, inyectándoles una sustancia letal. Su final tal vez es menos espantoso que el sufrimiento provocado por los experimentos, no muy diferentes de los realizados por los nazis con los prisioneros de los campos de concentración. Los cerebros de las ratas son manipulados con agujas y corrientes eléctricas. Sus dificultades para orientarse en un laberinto despiertan en Bruno sentimientos de impotencia y claustrofobia. Ese malestar se vuelve insoportable cuando atraviesa por error la zona en que se encuentran recluidos los chimpancés. Asustados, confundidos o afligidos, parecen humanos confinados en una colonia penitenciaria.
Al igual que Kafka y Luis Martín-Santos, Muñoz Molina recurre a los animales para describir las ambiguas y complejas emociones del hombre, desbordado por un exceso de racionalidad. No pretende esbozar un apólogo moral, explotando lugares comunes, sino mostrar ese fondo de indefensión y perplejidad en el que flota la vida, siempre cortejada por la muerte. Bruno parece luchar contra el tiempo y sus estragos, esforzándose en crear una burbuja impermeable a los sucesos del mundo exterior. Aunque no refiere conflictos con Cecilia, se intuye su miedo a perderla, su necesidad de reproducir meticulosamente los escenarios del pasado para retenerla a su lado. Sin embargo, ningún gesto puede neutralizar los hechos inesperados que alteran el curso de las cosas, introduciendo cambios no deseados. Cuando coloca en el cabecero de la cama diez golondrinas de barro vidriado, se rompe un ala. Alexis, un operario que hace toda clase de chapuzas, repara el desperfecto con delicadeza, como si se tratara de una golondrina viva. Ningún objeto puede reemplazar a la realidad, pero el trato que mantenemos con ellos refleja a veces aspectos ocultos de nuestra propia existencia. Hay algo roto en la vida de Bruno y Cecilia, y no será suficiente reproducir con fidelidad los escenarios de una dicha anterior. El amor no puede mirar sólo hacia atrás, rehuyendo las incertidumbres del porvenir u omitiendo las heridas que aún palpitan, reacias a cicatrizar.
Fuente: Revista de Libros